"El último infectado", Hugo Albores Tedín


 Este texto está ambientado en otro mundo en el que el Coronavirus ha tenido un impacto mucho mayor y tiene síntomas que espero que nunca tenga nuestro “bicho”.


No sé qué pasó, cómo llegué allí, me desperté tumbado en la camilla de un hospital; a mi lado, otro paciente con la cara vendada. Al verme, el doctor vino hacia mí y me contó todo: el Coronavirus llegó a una cepa incontrolable para el ser humano y los gobiernos habían tomado la sádica decisión de ejecutar a todo aquel que lo tuviera, que desgraciadamente era la mayor parte de la población y, por mi parte, había estado en coma durante nueve días, mientras los sanitarios me hacían pruebas y me escondían de las autoridades.      

  Me encontraba en un hospital de Chipre, el único lugar del planeta en el que había personas infectadas sin conocimiento de la armada, que ya empezaba a sospechar. Aquel era un lugar tenebroso y desolado en el que cualquier superviviente luchaba por su vida, con miedo a infectarse por la simple razón de beber un poco de agua. Por lo visto, yo había evolucionado favorablemente, pero me encontraba sin fuerzas; de pronto, apareció tras el doctor un enviado de las fuerzas especiales que rápidamente ahorcó a la enfermera que allí se encontraba y al doctor con un simple alambre.

   Estaba seguro de que yo sería el siguiente, pero mi compañero de habitación, que pensaba que ya nos había dejado, se levantó, cogió un bote de químicos y se lo lanzó al enviado, acertándole en los ojos y, por mala suerte para el enemigo, cayó por la ventana. Mi compañero, que al parecer tenía la cara vendada porque los bultos que le salieron a consecuencia del virus le habían quemado la cara poco a poco, me ayudó a levantarme, pero no tenía suficientes fuerzas para andar y tuve que ir arrastrándome. Fue entonces cuando me di cuenta de que me faltaba medio brazo (me lo tuvieron que cortar porque al parecer el maldito me había empezado a gangrenar ese miembro de mi cuerpo).


   Al salir de la habitación fuimos agachándonos ventana tras ventana, ya que el gobierno, al enterarse de la situación, había enviado incluso helicópteros para darnos caza. Estaban dispuestos a acabar con la vida de toda aquella persona que se encontrara en el edificio. Yo ya estaba recuperando fuerzas y podía ir cojeando. Cuando llegamos a las escaleras, al bajar, nos encontramos con un pasillo oscuro, no entraba ni la luz proyectada por la luna; solamente escuchábamos disparos y los gritos de las víctimas. Al final del pasillo había una puerta de barrotes de metal cerrada; al otro lado, todos los médicos que habían sobrevivido, pero, por desgracia, delante de ellos se encontraban las autoridades, que rápidamente fueron fulminando uno a uno a los pobres sanitarios. Detrás de nosotros aparecieron más de ellos, así que nos vimos obligados a abrir la puerta como pudimos y escondernos entre los cadáveres de tanta gente.
 
   De repente algo con una figura monstruosa apareció y los oficiales empezaron a disparar, pues vieron que nada hacía efecto. Se retiraron, por suerte para nosotros, y el humo de las balas hizo que la bestia saltara al impactar: hizo saltar los extintores y la bestia salió corriendo, ya que el agua era como veneno para ella.


  Aprovechamos y salimos corriendo hasta una sala aún más tenebrosa, en la que la tos ronca de los que aún vivían y el olor de los que ya no, no te dejaba pensar. Un oficial entró y tuvimos que reptar bajo las camillas viendo todo tipo de síntomas en los pacientes.
  Conseguimos llegar a la planta baja en donde hacia patrulla un grupo de personas con armaduras contra cualquier tipo de patógeno y armadas con armas listas para disparar. No conseguiríamos salir de allí, pero apareció el mutante de antes, un hombre aumentado de tamaño, con el cuerpo totalmente lleno de quemaduras y agujeros por los que salían fluidos desconocidos; además, llevaba la cara tapada con una máscara, pero a través del cristal se la pude ver: tenía la cabeza totalmente calcinada y un hueco del tamaño de mi puño bajo un ojo ausente, mientras que en el otro no se apreciaba color ninguno, era totalmente blanco, al igual que los restos de piel que le quedaban en la cara. Aquel extraño ser empezó a atacar a los agentes, así que nosotros aprovechamos para escapar.
  Una vez fuera, cogimos una ambulancia para escapar, pero uno de los helicópteros nos vio y empezó a volar tras nosotros. Llegado el momento, lanzó un misil que impactó junto a nuestra ambulancia, haciendo que saliéramos rodando hasta un barranco en el que quedamos enganchados en unas plantas. Miré a mi compañero, estaba muerto, cerré los ojos y mire al otro lado con pena; pero al volver a mirar hacia él, había desaparecido....


   Salí como pude de la ambulancia y me puse a caminar en un sendero que rodeaba el acantilado. En él, apareció un hombre sano montado a caballo y armado con una escopeta; no sé porque, pero parece que estaba allí para salvarme. Me monté con él y empezó a cabalgar hacia el puerto. Las autoridades no nos seguían, pero enseguida me di cuenta de que el mutante sí (por suerte éramos más rápidos y nos libramos rápido de él).
   Al llegar al puerto, nos subimos a un ballenero en el que mi nuevo amigo me dijo que sería de mi futuro. Nos dirigíamos a un puerto en el Mar Rojo, desde donde cabalgaríamos hasta uno de los países del centro de Asia, en donde a unos científicos les faltaban unas pruebas para poder salvar a la poca población terrestre que quedaba.
  Esas pruebas, como no, estaban conmigo en mi sangre; además, la tripulación del barco era ese 1% que consiguió superar la enfermedad, por lo que ellos estaban a salvo conmigo y yo con ellos.





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